Se hacía largo el inicio de las vacaciones de este año cansino que lo había dejado agostado. La economía no estaba para fiestas y renunció a cambiar escenarios huyendo al apartamento que todos los años alquilaba en Benidorm, así que se quedó en casa. A la semana de rutina doméstica viendo películas, retomando el curso de inglés on line y luchando contra las lorzas invernales, decidió darle un corte de mangas a la crisis y lanzarse a cumplir una de sus fantasías más íntimas: pasar una tarde en un motel cargado de lujuria y pecado.
Fue a buscar a la chica a media tarde y, sin dar más explicaciones, se dirigió al Motel Afrodita, que no distaba más de cinco kilómetros de su casa y que cada día miraba con cierta desazón por el rabillo del ojo.
El Afrodita era un edificio de planta baja con una arquitectura de aspecto ibicenco, rodeado de dracenas y potinias. Nada más encarar el coche en la entrada se elevó la valla y recorrió un camino flanqueado de estatuas griegas que parecían guiarle hacia el Olimpo. El corazón le latía a fresas.
Al final del camino encontró a una hilera de portones separados por setos de alibustre que no permitían curiosear a los contiguos. Eligió el número 9, introdujo la tarjeta de crédito en la boca del pilote adosado y decorado con pegatinas de Visa y Mastercard. Sonó una voz metálica: «Bienvenido al Motel Afrodita, esperamos que la estancia con nosotros sea de su agrado, consulte la tarifa de precios, por favor.» Se abrió el portón, metió el coche y entró con la chica directamente a una habitación delatora: mini bar, champanera con hielo, yacusi y cama de dos por dos.
Fueron tres las cimas conquistadas y el cansancio se hacía sentir, pero el tacto de cristal caliente de la seda y las puntillas en aquel cuerpo de mujer hacían imposible la rendición. Todas sus células se volvieron inteligentes y cada burbuja de champán provocaba una estrella fugaz en su cerebro.
Qué distinto el sudor del motel, qué distinto su olor, la luz y el sonido. Era tal como lo soñaba -debí haberlo hecho antes pensaba entre erupciones y mesetas-.
La mujer también se mostraba hechizada dentro de aquel escenario vacío de equipajes y de emociones postizas. Suspiraba, gemía, se derretía ante cada propuesta y hablaba en francés con diminutivos: «Mon petite choux-choux», «Encore, encore! Mon garçonet!»...
Cincuenta pavos la hora y ya pasaban de las dos cuando en mitad del último Everest sonó un mensaje en el móvil.
¡Las once y media! Y los niños sin cenar. Estás loco, vámonos inmediatamente -le apremió en castellano-.
Luis Ferrer i Balsebre